Lento caminar hacia una reparación completa
TORTURA Y JUSTICIA
¿No deberían ponerse en cuestión todas las condenas, las menores y las mayores, las que afectaron a los torturados y les llevaron a cumplir prisión?
En junio del pasado año, el Congreso español de los Diputados reprobó a José Ignacio Nieto Ballesteros, actual secretario general de Seguridad, por su chivateo a un investigado por corrupción. Nieto, con información confidencial sobre seguimientos a imputados, parece que avisó a Ignacio González, expresidente de la Comunidad de Madrid, de que estaba siendo investigado por la Fiscalía Anticorrupción. Recordarán al convicto González como aquel que guardaba parte de su fortuna, más de cinco millones de euros, en la lejana Colombia, cuna de un pueblo sufrido pero también de maleantes y narcotraficantes.
Hace sólo unos días, Nieto, antiguo alcalde de Córdoba (España, por no confundir con el departamento colombiano cuya capital es Montería), ascendió las escaleras del Senado para responder a Jon Iñarritu una pregunta relacionada con la práctica de la tortura. Al comodín habitual de las «escasas» condenas judiciales, el cordobés añadió una coletilla sorprendente, en aras «a la convivencia, vamos a mirar al futuro». Pelillos a la mar. Una idea que el Régimen del 78 desplegó por foros en su época para evitar responsabilidades de sus carniceros franquistas que, entonces, se sumaban activamente al proceso «democratizador».
El argumento de Nieto no es nuevo: «Sabemos lo que han hecho. Jamás lo vamos a reconocer. Y por el bien común, pasemos página». Hasta ahora no habíamos asistido a semejante declaración. La cantinela habitual era la de la inexistencia de torturas (algo hoy insostenible después de que una institución del propio estado avale más de 4.000 casos en las últimas décadas) o el famoso manual de ETA que esa misma institución no encontró en los archivos de la Audiencia Nacional.
La razón del «pasa página» de Nieto no es de recibo cuando de una manera sostenida y teledirigida el Estado, en especial, está exigiendo responsabilidades a la disidencia vasca de su participación en numerosas actividades políticas contrarias a las líneas maestras que marcó en su tiempo el llamado Fuero de los Españoles (1945) y su continuidad, la Constitución española (1978). Responsabilidades a una de las partes en cuestión es continuar en esa eterna y contumaz expresión de «vendedores y vencidos». La ley no se aplica a los «vencedores» y se crea ad hoc para machacar a los supuestos «vencidos».
Algo similar es lo que ha sugerido, también en estos días, el actual jefe de la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil, el vallisoletano (criado en la casa cuartel de Irun) Manuel Sánchez Corbí. Condenado por torturas a Kepa Urra en 1992, por cierto, las últimas que un juzgado se ha dado en calificar como tales a militantes vascos. Ni siquiera los del caso “Egunkaria”, Portu y Sarasola, Unai Romano o el reciente de Sandra Barrenetxea fueron considerados. Más aún y como recordarán, el ministerio del Interior se querelló contra Martxelo Otamendi por denunciar las torturas y le acusó de «seguir a pies juntillas el manual de ETA».
Sánchez Corbí, indultado y rehabilitado, se ha venido arriba y ha dejado las cosas en su sitio, como se le supone que debe hacerlo un mando de la Guardia Civil. Ha recordado al exgeneral Rodríguez Galindo como uno de los suyos y ha vilipendiado a los enemigos clásicos de España, «etarras, batasunos, peneuvistas e Iglesia vasca». Los dos primeros se opusieron a la Reforma del régimen franquista y los dos últimos precisamente al golpe militar y cruento que dio origen a ese sistema. Primeros y terceros por las armas. Un alineamiento, el de Sánchez Corbí, perfectamente coherente con su trayectoria. ¿Alguien podría esperar otro tipo de declaraciones?
El Estado profundo sigue atenazando con sus vueltas el relato. UPN y toda la bancada franquista, que aún es numerosa en Nafarroa, ha puesto el grito en el cielo porque el Gobierno ha anunciado un estudio sobre la tortura. Los descendientes de la Cuadrilla del Águila, echados al monte desde que el escudo de la CAN les dejase de defender y el Gobierno del Viejo Reyno se les escapó de las manos, han recuperado ese tufo que destilaba la “Formación del Espíritu Nacional”, asignatura obligada durante el franquismo que destacaba los valores del hombre nuevo, el mismo que Mussolini había suspirado para sus hijos políticos.
La tortura sigue siendo el tema central para analizar aspectos medulares del pasado y de los métodos de lucha que adoptó en cierto momento la disidencia vasca. Desde los huidos hasta las renovaciones generacionales de militantes, la tortura ha estado presente en el inconsciente colectivo vasco de una manera u otra. Todo militante comprometido sabía que, en algún momento de su trayectoria política, era susceptible de detención, y, en consecuencia, de tortura.
La impunidad de los torturadores ha sido, en la misma línea, otro de los ejes centrales en los que se ha movido la sociedad vasca. La tendencia unánime del estado profundo ha sido ignorarla, pero manteniéndola presente para poder intimidar a quien se activaba política o socialmente, como parapeto al compromiso. En la misma medida que se ha utilizado el terrorismo de Estado o el estiramiento del Código Penal hasta el punto de amenazar con prisión por el mero hecho de rotular símbolos o letras ajenas al diccionario patrio español.
El silencio sobre la tortura, tanto el del «mirar al futuro y olvidar el pasado» de Nieto o la reivindicación de su inexistencia a través del manual o del indulto que encarna la figura de Sánchez Corbí, tiene que ver con una cuestión de mayor calado. De un calado estratosférico que alguna instancia europea ya ha empezado a olisquear. Se trata de los sumarios, y en consecuencia condenas, amparados en los malos tratos a detenidos.
En esa línea, la lógica implicaría un segundo impulso al estudio del IVAC encargado por el Gobierno Vasco y a ese que intenta el navarro. La primera parte de ese segundo impulso estaría relacionada con la continuidad en la recogida de testimonios, la realización de más Protocolos de Estambul para darle un empaque superior. Los autores del informe ya señalaron que presentaban la punta del iceberg. Lleguemos pues hasta la base, hasta esos tres cuartos del monstruo que aún se encuentran bajo el agua.
La segunda parte de ese segundo impulso alcanzaría al verdadero quid. A la madre de todas las batallas. Si esos más de cuatro mil torturados y torturadas fueron imputados gracias precisamente a lo que confesaron bajo la picana, ¿no deberían revisarse todos los sumarios que les afectan? ¿No deberían ponerse en cuestión todas las condenas, las menores y las mayores, las que afectaron a los torturados y les llevaron a cumplir prisión?
No sólo eso, sino que, de este razonamiento se derivarían otros también de trascendencia. Tal y como repetidamente, también en el caso vasco, los tribunales internacionales de derechos humanos exigen una reparación a las víctima de la tortura, el informe del IVAC incita precisamente a ello. A que más de 4.000 hombres y mujeres reciban esa reparación que les deben, desde instancias tanto estatales como autonómicas.
Y, por último, esa reparación, debería ser completada con otra paralela. La de reprobación a toda esa cuadrilla de medios humanos y políticos que han hecho posible la existencia de la tortura y el silencio sobre la misma. Una reprobación pública y privada, en algunos casos con derivaciones penales, pero sobre todo con denuncias sociales. Mucha gente de este país debería ser paseada a lomos de un burro, para escarnio público, con un cartel que dijera: «Yo también apoyé la tortura».
Ya sé que alguien me dirá que se trata de una quimera. En términos de hegemonía política es cierto. Pero ahora que tanto se habla de la vigencia de los Derechos Humanos, de las responsabilidades sobre los crímenes cometidos en el pasado, es tiempo de renovar discursos. Cuando eso ocurra, si es que alguna vez llega, creeré y defenderé que la justicia es igual para todos. Mientras, ya lo saben. Quien manda aplica las leyes a su antojo, con cargadores llenos de plomo.