La herencia de Queipo de Llano debe volver a sus legítimos propietarios
Queipo de Llano, dos cacerolas y una mula vieja
Forcejear y patalear no iba a servirles de nada; ni a las rojas, ni a las anarquistas, ni a los invertidos y afeminados, ni a nadie de quienes, por Dios y por España, Queipo de Llano se quitó de en medio en esos primeros meses de guerra civil. Imagino el terror con el que muchas casas andaluzas sintonizaron Radio Sevilla esos días, sabiendo que, si tocaban la puerta, si te cogían en la calle, si te señalaba algún vecino, lo que vendría después sería terrible y definitivo.
Las arengas radiofónicas de Queipo de Llano no son solo el testimonio sonoro de un militar sanguinario, sino el argumentario político sobre el que se cimentó el régimen franquista. Queipo de Llano no hablaba únicamente de cazar alimañas, de matar como a perros o degollar como cerdos, a granujas, traidoras, marxistas o maricones, no; también hablaba y mucho de embargar bienes, de pagar rentas, o de la importancia y valor de las “fuerzas cívicas” —falangistas, requetés— para la ejecución de sus planes. Queipo de Llano hablaba de la importancia del castigo ejemplar y público como forma de disciplinamiento, del miedo como la mejor de las estrategias políticas, y de la aniquilación sistemática del enemigo como única opción para la victoria. No fue el único. El general Mola, el de la afortunada muerte accidental en avioneta, también dejó claras las bases del régimen y las reglas del juego: “Es necesario crear una atmósfera de terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todo el que no piense como nosotros. Tenemos que causar una gran impresión, todo aquel que sea abierta o secretamente defensor del Frente Popular debe ser fusilado”.
Las historias de terror sexual en la guerra civil no se contaron en los libros; muchas permanecieron en la vergüenza de las casas donde los requetés entraron a follarte mientras el alcalde miraba
De todas las alocuciones de Queipo de Llano, hay una, la famosa frase en la que animaba a violar prisioneras republicanas, que es especialmente simbólica: “Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser hombre. Y, de paso, también a las mujeres. Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad. No se van a librar por mucho que forcejeen y pataleen”. Lo es porque, en esa doble amnesia de nuestra Historia, la violencia política del franquismo contra las mujeres ha necesitado, como afirma Tatiana Donaji, que sus supervivientes hayan sido “historiadoras de sí mismas”, demostrando que esa violencia no fue casual ni esporádica, sino una estrategia de combate e ideológica profundamente deliberada.
Las historias de terror sexual en la guerra civil no se contaron en los libros; muchas permanecieron en la vergüenza de las casas donde los requetés entraron a follarte mientras el alcalde miraba; en el sabor del aceite de ricino que te hizo cagarte encima mientras te paseaban por el pueblo, en el bochorno bajo el pañuelo que cubría la cabeza rapada, en los manoseos en el cuartelillo y en la sacristía. El franquismo ejerció, durante y después de la guerra, una violencia política estructural contra las mujeres que se atrevieron a ser más libres y también contra las que ni siquiera pudieron atreverse pero pagaron las consecuencias. Y así, las rojas permanecieron en el ideario como mujeres grotescas y brutales, como las describió Vallejo-Nájera, feas, putas, “arpías de barrio”, que merecían todos y cada uno de los castigos. Y hasta hoy.
He leído por ahí (ahí significa Twitter) que esa cita es apócrifa, que Queipo de Llano nunca pronunció literalmente esas palabras. Sinceramente, lo dudo, pero si así fuera, eso importa un bledo. Tomando en cuenta lo implacable que debe ser la verdad, sí que lo fueron los 40.000 fusilados desde que entrara en Sevilla, el “café” que dio muerte a García Lorca, las decenas de miles de personas que huyeron de Málaga la Roja, las más de cinco mil que se quedaron muertas por el camino, bajo las bombas de la Legión Cóndor o los riscos que les aplastaban al paso del Crucero Baleares. Como verdad son los testimonios de todas esas “historiadoras de sí mismas”, que tuvieron que esperar décadas para contarlo y gracias a las cuales vamos, poco a poco, resarciendo esa amnesia colectiva.
Hoy, los huesos de Queipo de Llano, ennegrecidos, envueltos en un manto apolillado, con su calavera desencajada por el tiempo, sus cuencas huecas y negras, su carne arrugada y gris, ya no están en la Macarena de Sevilla. Décadas de lucha de los movimientos memorialistas lo han sacado de allí, y ahora, quien quiera llorarle, llevarle flores, o escupir sobre su tumba, tendrá que hacerlo en privado. Pero como a los muertos hay que dejarlos tranquilos, como dicen Feijoo y tantos otros, podemos pasar a los vivos.
La nieta del general, Genoveva, que tiene una cátedra de Historia en la UNED, nada menos, también es de la tesis de dejar en paz los huesos, de que hubo barbaridades en los dos bandos, y de que hay que ver qué manía tienen algunos con cambiar los nombres de las calles. Con ese nivel, a la próxima cátedra de historiadora me presento yo, aunque creo que me faltan guiones entre los apellidos. Otra nieta, Pilar, preguntada en su día, dijo que las guerras, guerras son, que tampoco hay que ser tan radicales. Y otro nieto más, Gonzalo, como su abuelo, no dice tanto, pero acepta el marquesado que Franco otorgó a su abuelo y que el Gallardón le renovó en 2012, en algún hueco que encontraría el ministro por aquel entonces mientras se afanaba por prohibir de nuevo el aborto en España, por cierto.
Con tanto hablar de un muerto viejo se nos olvida que todos los vivos cuyo privilegio se sustenta sobre el franquismo, el saqueo y el robo
Queipo de Llano, que siempre fue un wannabe de señorito, de cacique andaluz, hizo su sueño realidad al final de la guerra, cuando Franco se lo sacó de encima con un retiro dorado rodeado de su expolio: fincas, ganado, cotos de caza, arroz, cáñamo y frutales. Mientras España se moría de hambre en la posguerra, Queipo de Llano legaba a sus cuatro hijos hectáreas y hectáreas de tierra robada que ahora gestionan sus nietos. La Fundación Queipo de Llano para la Infancia ha funcionado, de hecho, para hacerlo, heredera de la Fundación Benéfico-Social-Agraria con la que la familia manejó años y años su patrimonio. Lo de la caridad y la infancia desvalida es, lógicamente, un parapeto de esos que gustan mucho también a los Vallejo-Masterchef y a tantos otros herederos del golpismo, que limpian su nombre y sus cuentas bancarias donando un puñado de arroz o unos cuantos marcapasos.
Las arengas de Queipo de Llano sirvieron no solo para el terror y el exterminio, sino, también y sobre todo, para desplegar su insaciable hambre recaudatoria y organizar el saqueo de bienes, de tierras, de infraestructuras, que financiaron la economía de guerra y que llenaron los bolsillos de los genocidas. No se cuanto terreno agrícola poseen los Queipo de Llano, ni cuantas sociedades, fundaciones e inmuebles han acumulado, pero con teclear el apellido en cualquier base de datos es fácil rastrearlo, claro que para eso no me pagan a mí, a ver si se pone a ello Bolaños.
Los edictos de incautaciones y confiscaciones de los franquistas, esos que la nueva Ley de Memoria Democrática promete organizar y publicar, reflejan que la reparación económica, el llamado dinero rojo, importa tanto o más que el reconocimiento simbólico a las víctimas. Porque con tanto hablar de un muerto viejo se nos olvida que todos los vivos cuyo privilegio se sustenta sobre el franquismo, el saqueo y el robo. Se nos olvida que un cuarto de millón de españoles fueron expedientados por el Tribunal de Responsabilidades Políticas para ser desposeídos de sus bienes, como castigo a su lealtad al régimen republicano, se nos olvida que llegaron incluso a encausar a los ya fusilados, se nos olvida que, en los edictos de incautación de bienes de los franquistas aparece listada su rapiña, que se llevaron de las casas el dinero, pero también la vajilla, y las cacerolas, las ollas, los naipes, las cunas, los mostradores de los comercios, y hasta la mula vieja que quedaba en el establo.
Me imagino el terror de alguna de esas familias cuando los fascistas entraron a su casa, cuando les llevaron al cuartel y al paseíllo, mientras les hurgaban entre los cajones y bajo las camas, miserables, carroñeros. ¡Virgen de la Macarena, si hasta las cacerolas se llevaron, figúrate qué no harían con las fincas, los pequeños comercios, las casas y los ahorros! O bueno, igual no es necesario figurarlo, porque es obvio: gracias a Queipo de Llano, por ejemplo, la empresa de construcción Entrecanales y Távora contó en Sevilla con un campo de concentración de trabajadores esclavos, y tras casi un siglo levantando prósperas infraestructuras, esa empresa hoy se llama Acciona.
Así pues, y solo por el placer de escuchar a Paqui Maqueda gritar con dignidad en la cara de los fascistas, sacar el cadáver de Queipo de Llano de la Macarena no ha sido en vano. Como acto simbólico no está mal, pero está lejos de reparar el dolor y el daño, el futuro robado y la historia perdida. Así que perdona, Virgen de la Macarena, a quienes no se conforman con los huesos y las canciones, a quienes queremos de vuelta hasta la última cacerola, hasta la última mula vieja.