Cómo tratar los símbolos franquistas
El peligro de salvaguardar el patrimonio histórico negativo del franquismo
Francisco Navarro López
13 de mayo de 2024 20:34h
Actualizado el 14/05/2024 06:00h
infolibre.es/opinion/plaza-publica
Existe una gran diferencia entre los términos legado y patrimonio. El primero atañe a lo
heredado del pasado mientras que al patrimonio se reconoce como aquellos
elementos que la sociedad selecciona para configurar su identidad. Por lo tanto, el
patrimonio es aquella herencia positiva que contribuye a la construcción identitaria de
una sociedad. David Lowenthal afirmaba que el patrimonio era un conjunto de
componentes materiales o inmateriales elegidos para crear y reforzar una identidad. Y
esta es la clave y lo que está verdaderamente en juego en esta disputa y batalla
cultural, la identidad.
En la actualidad existe un debate académico, político y cultural sobre qué hacer con
los vestigios de la dictadura franquista. Uno de los últimos historiadores en
posicionarse al respecto ha sido Daniel Rico, a través de su nuevo libro ¿Quién teme a
Francisco Franco?, donde manifiesta que “eliminar los monumentos franquistas de las
calles fomenta un espacio ignorante”.
Más allá de las incómodas celebraciones de un puñado de nostálgicas in situ, más allá
de la amenaza real de que las construcciones del Régimen puedan suponer al poder
convertirse en auténticas peregrinaciones en masas neofascistas y ultraderechistas
(cada vez más extendidas en Europa), transformándose en auténticos lugares de
culto, etc., hay otro trasfondo mucho más nocivo para la sociedad que ocasiona la
permanencia de este patrimonio incómodo, que es la pérdida de nuestra identidad.
Si los vestigios franquistas fuesen acompañados por paneles que describieran el
significado e identificaran con todo detalle los propósitos reales de sus creaciones,
pudiera considerarse al menos la idea de preservarlos. Disponemos de ejemplos como
el caso de la exposición permanente que existe en el Museo Spandau de Historia de la
Ciudad en Berlín, donde se exponen piezas nazis. Eso sí, se exhiben sin ningún tipo
de contemplación y con total desprecio como si estuviese dentro de un depósito de
deshechos, sin restaurar, permitiéndose incluso manosear. Una presentación que
excluye cualquier elemento estético que pueda provocar simpatía alguna y que
traslada al visitante únicamente vergüenza y rechazo y su predisposición a señalarlo
con un dedo discriminatorio.
Pero Daniel Rico olvida que España “is different”, y que aquí hay una serie de
consideraciones que hacen prácticamente inviable su tesitura, eludiendo el peligro real
que conlleva el seguir conviviendo con la memoria oficial del franquismo, donde aún
permanecen enquistados en el espacio público numerosos vestigios y monumentos de
la dictadura.
Si perdemos la memoria, perdemos también nuestra identidad, y sin identidad no
somos nada. Y este es el peligro real del sostenimiento del patrimonio negativo que
nos legó el franquismo
El régimen dictatorial franquista no se liquidó tras ningún pronunciamiento ni ninguna
revolución, como sí sucedió en otros Estados europeos en las últimas décadas del
siglo XX, tal como ocurrió, hace ahora 50 años, en la “Revolución de los Claveles” de
1974 en Portugal, un movimiento que desencadenó la caída del Estado Novo. O
cuando en diciembre de 1989, tras un estadillo social, en Rumanía fue derrocado el
régimen estalinista de Nicolae Ceausescu.
En España nunca existió una ruptura total con el pasado dictatorial. Prueba de ello es
que las principales estructuras de poder siguieron estando reservadas a las élites
tardofranquistas, posibilitando la continuidad de las élites sociales, políticas, judiciales
y económicas más allá de 1977, condenando a una memoria silenciada, que pese a
los esfuerzos y los pasos que se han realizado (especialmente provenientes de las
asociaciones memorialistas), persisten la amnesia y la indiferencia a la hora de delatar
este patrimonio negativo. Y al no señalarlo, al no evidenciarlo ni culpabilizarlo, la
ciudadanía, con el paso del tiempo, lo asume como algo identitario, por lo que queda
normalizado.
Es algo que está ocurriendo con las cruces de los caídos, unos monolitos postizos en
nuestras plazas que, a pesar de que existe obligatoriedad de retirarlas por las
diferentes disposiciones legales existentes en nuestro país, aún siguen perviviendo e
incrustadas en el espacio público de numerosas poblaciones, y la mayor parte de la
sociedad asume como propias al considerarlas como símbolos netamente cristianos y
estimando que ya han sido desprovistos (en algunos casos), de simbología franquista.
Una problemática que está afectando la convivencia de numerosas poblaciones y que,
especialmente a los partidos políticos de izquierdas, les está provocando verdaderos
dolores de cabeza a la hora de afrontar estas situaciones donde cualquier actuación
orientada a la eliminación de estos símbolos nacionalcatólicos les pueda afectar
electoralmente. Son los casos de localidades como Castellón de la Plana, Callosa de
Segura, Ferrol, Vall D´Uxió, Pájara, etc., donde retiraron las cruces franquistas y no
lograron revalidar sus alcaldías. Es por ello que alcaldes pertenecientes al PSOE,
como el caso de Vigo, han llegado hasta defender en los tribunales la pervivencia de la
cruz. O uno de los más llamativos e inéditos, el caso de IU en Aguilar de la Frontera
(Córdoba), que para asegurarse el triunfo en los siguientes comicios los comunistas se
han visto obligados a restituir la cruz. Una cruz de los caídos que derribó dos años
atrás, teniendo manifiestamente en contra a la inmensa mayoría de los vecinos.
Y es que la ciudadanía en general ha olvidado que estas manifestaciones fascistas
fueron levantadas en cada población española básicamente para exaltar al régimen y
humillar a los vencidos, con la determinación mezquina de perdurar, que fueron
edificaciones que se plantearon en negativo, más como un acto de ofensa al contrario
que como un homenaje al propio.
Por lo que este tipo de patrimonio nocivo, pese a los múltiples intentos de
blanqueamientos (resignificación) que se llevan realizando desde la Transición, y que
siguen permaneciendo impunes aún en algunas poblaciones y ciudades, siempre
seguirá siendo un patrimonio excluyente.
Y es que a esta normalización general de este patrimonio incómodo que nos legó el
franquismo, habría que sumar el discurso de la derecha que interpela a la “concordia”.
Una concordia que olvida y no aplica interesadamente en otros conflictos, como el
caso del terrorismo de ETA. Cuando a los criminales de la banda armada se les ha
perseguido, se les ha condenado, se les ha encarcelado y se les ha infligido sobre
ellos todo el peso de la ley, es justicia. En cambio, cuando se implora, ya no solo
justicia, sino humanidad y reparación para las víctimas de la dictadura, para la derecha
es revanchismo.
Una concordia que potencia la total impunidad de los crímenes del franquismo
denigrando a sus víctimas, y que seguimos tratando la dictadura como si hubiese sido
cosa de muchos siglos pasados, olvidando que sus acciones fueron coetáneas
durante muchos años con las víctimas de la barbarie etarra.
Por tanto, si perdemos la memoria, perdemos también nuestra identidad, y sin
identidad no somos nada. Y este es el peligro real del sostenimiento del patrimonio
negativo que nos legó el franquismo.
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Francisco Navarro López es profesor de la Universidad Carlos III de Madrid.